viernes, 9 de octubre de 2009

Las burlas, las vacas y los camiones

No creo nunca conocer a alguien que odie las bromas. Aparte de provocar risa, ellas ridiculizan a alguien más. Es paradójico que el blanco de las mejores bromas es frecuentemente alguien a quien conocemos o admiramos. Pareciera que también son una forma de decir te quiero.

Algunas bromas son más que merecidas para sus receptores. Surgen de su misma apatía o desidia. La burla al compañero gordo que podría hacer ejercicio o comer saludable; a la amiga que se vistió como puta que pudo ponerse una falda más larga o al compañero pde arranda que tuvo varios deslices en una noche de copas. Ahí el te quiero se disfraza de consejo. Se convierte en un susurro: deja de hacer eso, lo digo porque te quiero.

Sin embargo, la mayoría de las bromas son sobre cosas ajenas a nuestras decisiones individuales. Las más comunes se refieren al lugar de origen, como si el pasado o la geografía determinaran invariablemente las cualidades y fortalezas. En este tipo de bromas se asoma dualmente la admiración por el progreso y la denostación por lo rústico o lo infuncional en el mejor de los casos.

En el mundo de las bromas, un lugar no vale por sus bellas montañas, la sonrisa de su gente o el sabor de su comida. La frase más común es lapidaria: como en tu pueblo, donde sólo hay vacas y la gente anda en burro. Las vacas y los burros se transforman en grandes comediantes involuntarios. La manera de transportarse pone los adjetivos.

En mi ciudad natal la gente no anda vacas ni en burros. Sin embargo, cuando llegué a vivir a una ciudad más grande, escuché mucho esa broma. Últimamente he pensado que lo único que falta para erradicar el chiste es mejorar. Poner en Puebla un mejor transporte colectivo o poner un metro.

Aprendí a viajar en el transporte público poblano durante la secundaria. Antes de eso nunca necesité tomar un microbús. Mis padres siempre contrataron a alguien para que manejara y mi papá siempre prefería tomar taxis, pues nunca le gustó conducir. Hoy me doy cuenta que era un niño burgués. Cuando el panorama familiar cambió de repente, ya no había autos ni ayudantes exclusivos. Tomaba el autobús si quería ir a algún lugar que no fuera la escuela.

A pesar del cambio, nunca me quejé. Qué cosa tan cómoda era viajar en colectivo. No debía rendir cuentas de adónde iba y nadie me veía. Quizás valoraba más el deseo de sentirme libre. El conductor me cobraba una pequeña cantidad, yo tomaba asiento y me despreocupaba del mundo. Aprendí a cargar libros para los traslados y valoré los jueguitos y el radio de mi celular. Sólo debía programar que no se fuera a hacer tan tarde, pues después de las 12 no pasaba nada por la ciudad. Ni siquiera burros o vacas. Hoy que me siento absolutamente libre, me volví más como mi papá. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tomé un autobús en Puebla.

En la Ciudad de México vivo frente a un paradero de autobuses. Es sucio, huele a comida todo el día y está lleno de ambulantes. Aunque es mi hogar y muchas veces me ha alimentado y divertido a un precio barato, sé que eventualmente me hartaré de los puestos piratas, el caos y los tacos de perro (no lo digo de forma despectiva, seguro son de perro y por cierto, me fascinan).

En una ciudad tan grande me parece increíble que no haya una tarjeta única de viaje en la ciudad y que dependa del humor del conductor para salir. El coche y el taxi se han vuelto mi salvación. La ciudad requiere un sistema de transporte público integral y coordinado. Hay tres sistemas que usan tarjeta (Tren suburbano, Metro y Metrobús) y a nadie se le ha ocurrido que se pueda pagar con una sola de ellas. ¿Introducir tarjetas en los peseros?. No, para qué, si así funcionan bien. Tampoco sería muy costoso poner una hora de salida.

Hace unos dos años, el gobierno de Chile puso en marcha su primer sistema de transporte público integral para Santiago. La panacea que cualquiera habría soñado para moverse mejor por su ciudad y alejar los mitos de las vacas y los burros. En una ciudad con siete millones de habitantes, la destrucción de la leyenda se convierte en una exigencia para los gobiernos.

Los autobuses del Transantiago son espectaculares por fuera: grandes, espaciosos e imponentes. El Transantiago debería ser el símbolo de la Ciudad y el encanto de todos los santiaguinos, pero no es así. No sé si sea porque los chilenos se quejan mucho, pero he escuchado muchas inconformidades. Como en todo, algunas argumentadas con basura y otras con hilos de seda. Seré injusto y hablaré sólo de lo malo.

Para tomar un autobús debes comprar una tarjeta porque no puedes pagarle en efectivo al conductor. Este tonto detalle es poco amigable y agresivo con el turista. La justificación para sólo usar la tarjeta es evitar la corrupción del chofer. Un argumento absurdo que olvida el origen de las cosas. Hace unos años, en Puebla eliminaron las multas de tránsito. Pasarte un alto, invadir el paso peatonal o darte una vuelta prohibida no repercutían en tu bolsillo. Dijeron el mismo absurdo: es para quitar la corrupción. El camino más fácil: atacar una consecuencia de la mala capacitación y deshonestidad de los policías, en lugar de capacitarlos y despedir a los deshonestos.

El mayor problema de Transantiago es que nadie sabe el camino de los autobuses. Cada uno tiene un pequeño letrero con los puntos intermedios, mas recorren grandes distancias por varios caminos. Si bien en el DF es igual, en Santiago ni el conductor sabe adónde va, pues sus rutas no son fijas. Dos veces hemos preguntado a un chofer si pasaba por determinado lugar. En ambas se confesó ignorante. No seré injusto, pues siempre llegamos a nuestro destino. Aunque fue sólo porque íbamos sobre LA calle principal y sólo debimos fijarnos en la numeración.

He vivido en pocos lugares, pero el sistema de transporte finlandés era fabuloso. Tiene todo en Internet: la hora de salida, la hora en que pasa por cada parada y la hora en que va a regresar. La misma información la repita en cada una de las paradas, la gente conoce todo y el chofer te auxilia. A pesar de que nada aparece en mi idioma materno, nunca me perdí. El costo por viaje era elevado, pero había muchas ventajas y sólo una opción. Si perdías tu tarjeta podías reponerla sin perder el dinero depositado y el pago podía ser por viaje, día, mes o año. El único problema era su perfección. Si anunciaba pasar 12.43, 12.44 ya se había ido.

El Transantiago es una gran idea capaz de modificar más de lo que imaginamos. Su concepto puede cambiar el idioma y la forma en la que nos burlamos de los demás: “en tu pueblo ni los choferes de los camiones nuevos y el sistema moderno saben para dónde van”. ¿Es esa burla peor que hablar de vacas y burros? Por supuesto que no, es pura ardidez. Con todos sus defectos, ojalá en algún lugar de México tuviéramos algo parecido al Transantiago.

Hasta que aparezca, seguiremos burlándonos con los mismos burros y las mismas vacas. Si llega a algún lugar distinto a la capital, el DF se convertirá en el pueblo de los mismos paraderos sucios y la salida sin horario.

De cualquier manera se reinvetará el idioma y las burlas continuarán.

No hay comentarios: