lunes, 19 de octubre de 2009

La muerte de los ídolos

Los fanáticos de corazón nunca abandonan a su ídolo. En cambio, los esquiroles pierden interés en su afición o se cambian la playera. En otros casos se presenta una paradoja. El ídolo es sólo ídolo mientras se vea lejano y sea inmortal. Una vez que estrechas su mano o estás cerca de él, su encanto se pierde y la afición se evaporiza. El encanto que te une al ser admirado se rompe.

Durante muchos años, mi primo casi hermano fue fanático de Hillary Duff. Nunca nos explicamos el por qué. La niña aullaba en sus canciones, no era bella, ni tenía una gran campaña mediática. La primera vez que vino a México, mi primo sufrió porque no había quién lo acompañara y había reprobado. Mi tía lo amenazó con no llevarlo. Tras mucho llanto y chantaje, finalmente fue al concierto y pudo verla a lo lejos. Esto exacerbó su afición. Su cuarto se llenó de pósters de Hillary y el boleto se hizo una reliquia.

Hillary Duff perdió a su más grande fanático cuando fue a Puebla. Mi primo compró boleto en primera fila, aunque no se sentó en todo el concierto. Hillary se acercó al público varias veces y mi primo pudo tocarla unas ocho ocasiones. Tocar su mano le hizo darse cuenta de que era real e imperfecta, quizás hasta se dio cuenta de que sudaba y le olían los pies. Rompió el hechizo.

Muchos años antes, cuando yo iba en primero de prepa, conocí a mi ídolo de ese entonces: Jesús el Cabrito Arellano. Un volante por la derecha que empezó siendo lateral y hoy todos dicen que es delantero. En ese tiempo jugaba con las Chivas. La mejor amiga de ocasión de una de mis tías era hermana de la arquitecta que le hizo su casa al Cabrito en Guadalajara. Suena confuso, pero es lo menos importante. La noche anterior a un Chivas – Puebla fuimos a conocerlo al hotel donde se hospedaba. Charlamos un rato, tomamos unas fotos y nos despedimos. Al día siguiente yo seguía impactado. Mi tía me dio el número del Cabrito para que me despidiera de él al día siguiente. Suena maricón y ahora me parece increíble, pero así pasó.

Varios meses después, mi tía llegó con una sorpresa: una playera autografiada por casi todos los jugadores de las Chivas, dedicada a mí. Al sentirla por primera vez me emocioné demasiado. Al terminar de analizarla, dije con cierto desdén: “Le faltan las de Claudio Suárez y Ramón Ramírez”. Creo que la llamada al celular del Cabrito rompió el hechizo. Sin duda si hubiera hablado con Claudio y Ramón, tampoco me hubiera inconformado de que ellos no firmaron.

De los ídolos y los hechizos han hablado muchos. El primer libro serio que leí fue “El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez. Tenía 15 ó 16 años y antes de eso sólo leía revistas de nintendo y deportes. No recuerdo cuántas veces traté de empezar a leerlo, pues varias ocasiones me quedé en la página 4. La historia comenzaba lenta, mas cuando llegué a la página 10, ya no pude dejarlo. El libro embonó bien con un adolescente demasiado soñador, inmaduro y enamoradizo. Una historia similar.

El estilo de García Márquez siempre me ha fascinado. Juega con el tiempo y los personajes con un gran dominio del idioma y la trama. Puede escribir un párrafo sobre lo que ocurrirá dentro de 150 páginas y el lector no debe hacer un gran esfuerzo para retenerlo. Cuando llega el momento al que se refirió 150 páginas atrás, la lectura sigue siendo suave y amigable. Su manejo de los saltos en el tiempo es increíble. Más increíble aún es que lo repite en todos sus libros que he leído.

Años después leí Cien Años de Soledad, su obra maestra. Habla sobre un pueblo como si fuera una persona o todas las personas. El final es impresionantemente bien llevado y cuando lo terminas deja la sensación de que no hay nada más que contar. Durante mucho tiempo manejé cierta devoción a García Márquez hasta que la casualidad se interpuso. A diferencia de cuando conocí el Cabrito o mi primo tocó a Hillary Duff, yo no llamé romper el hechizo por Gabo.

Un sábado por la mañana fui al centro del DF a un desayuno que le organizaron a mi sobrina que cumplía 15 años. Ya llevaba un regalo, por lo que no debía llevar dinero. El hada rompedora de hechizos me hizo meter un billete extra a mi cartera. Durante todo el desayuno recibí varias ofertas para ser llevado a la casa. Sistemática me negué a todas y cada una de ellas.

Al finalizar el desayuno salí a tomar el Metro. En el Zócalo había un gran conjunto de carpas blancas. Me acerqué por curiosidad y encontré la Feria del Libro. Di varias vueltas tratando de encontrar algo a un precio barato. No había comprado nada cuando vi una fila larga, larga, larga, más bien larguísima. La seguí sólo para ver qué regalaban. Mi sorpresa fue ver a García Márquez autografiando libros. Con el dinero que metí en mi cartera, corrí a comprarme uno de sus libros y regresé inmediatamente a formarme.

Ese es el inicio de la historia. Después de estar formado más de una hora, Gabriel García Márquez se levantó. Todos los que estábamos en la fila lo seguimos. Voltea a ver a su séquito para decirnos: “No voy a firmar nada más”. Yo prefiero quemar las naves, por lo que me acerco a pedirle que me dé la mano. Un consuelo si de cualquier forma no iba a firmar mi libro. Después de seguirlo por algunas conferencias y otros puestos en la misma Feria, lo vuelvo a interceptar antes de meterse a su coche. Le pedí nuevamente que me firmara mi libro. Me lo arrebata mientras me pregunta mi nombre. Incrédulo, veo cómo saca el plumón y lo autografía. De muchos rincones aparecen decenas de fans rodeándolo, que lo siguieron al igual que yo. Me devuelve el libro y yo me llevo mi “Vivir para Contarla” autografiado.

El libro nunca lo leí. Lo dejé en la repisa de mi cuarto en Puebla para que nadie lo tocara. Cierto día mi abuela lo encontró mientras recogía el desastre llamado mi cuarto. Lo hojeó en algunas partes y ocurrió una historia que ya me había pasado con un libro de García Márquez: no lo soltó.

Después de pedirle amablemente que no volviera a tocar mi libro autografiado, me sorprendió la noticia de que ella disfrutara leer libros que no fueran religiosos. Me apuré a prestarle Cien Años de Soledad y El amor en los tiempos del Cólera. Los devoró en menos semanas de las que esperaba. El siguiente paso fue prestarle Memoria de mis putas tristes. Esa misma tarde se rompió el hechizo. Mi abuela fue a devolvérmelo a mi cuarto. “No quiero leer historias de un viejo cochino”, me dijo. Cuando hace poco leí sobre la hipótesis de que ese libro era una apología del delito de la prostitución, recordé a mi abuela asqueándose por una historia que no tenía que ir a ver al cine para considerarla mala.

Quizás esas críticas vengan de fanáticos de García Márquez que ya cambiaron de playera, que ya no son de izquierda sino de la derecha más absurda. Deberían darles a leer alguno de sus libros malos, darle la mano o recibir un autógrafo.

Al menos a mí me ha funcionado

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