martes, 8 de septiembre de 2009

No me digas cómo te llamas

Hace como tres años escribí este cuento con la intención de participar en un concurso que vi en Internet. Al final me confundí de fechas y no concursé. Buscando otro documento, apareció hace unos minutos en mi mail por casualidad, como queriendo que lo retomara. Para que no me haga ojitos coquetos, prefiero publicarlo de una vez
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No quiero que me digas cómo te llamas

Yo te bauticé hace algunos años. No te rías. Te juro que hace algún tiempo yo te puse un nombre. El nombre perfecto para ti. ¿Sabes? No sé cómo te llames, pero quizás tus papás se equivocaron de nombre. A veces creo que deberíamos volver al tiempo en el que se nombraba a las personas por alguna característica, algún logro, su olor, no sé. Imagínate que Platón tuviese un nombre tan común como Juan o Pedro Pérez. Se me olvidó decirte algo. En el bautizo que yo te hice no te puse apellidos originales. Mis padres me dieron unos y en el nombre que yo te puse, incluí mis apellidos. Lo hice para que te sintieras más cómoda, sintiéndote parte de mí. Ahora que lo pienso ni el nombre que te puse es original. Tomé uno que ya existía. Perdón, pero tampoco podía nombrarte allazjwim. ¿Ves? No te hubiera gustado.

Te contaré cómo te puse tu nombre, sólo para que después puedas contarlo a nuestros hijos y nietos. Por cierto, a ellos tú les puedes poner el nombre que tú quieras, creo que con el hecho de haberte nombrado, excedí la línea de confianza que teníamos entre nosotros dos. Quiero lavar mi osadía de ese modo.

La primera vez que te vi, fue en la iglesia. Ya has de saber que todos en este pueblo se conocen en la iglesia. A pesar de que mi mamá, mi abuela y toda su ascendencia hasta el Tatarabuelo no sé quién, que era hijo de un señor que venía de España, nacieron aquí, yo soy un niño de ciudad realmente. Mis padres se conocieron en la capital, por lo que fui ajeno a conocer a los demás en la Iglesia cuando era niño.

No me contradigas. Realmente todos se conocen en la iglesia. Si no me crees, te voy a dar una prueba. Todos los niños cuando nacen, son bautizados tres días después en la iglesia del pueblo. Es una tradición que todos vayan a la misa de 12 del día. Hasta los negocios cierran. Si en esa misa se bautizan a todos los niños, todos los niños ven a todo el pueblo por primera vez en su bautizo. Antes de eso sólo conocen a sus padres. Cierto, a la partera también. Pero me contaba mi madre que ni mis bisabuelos la conocieron cuando nació, pues esperaron al bautizo para conocer a su nieta, una vez que ya era hija de Dios como nos dijeron desde hace 2000 años. ¿Ves cómo tenía razón? Bueno, si quieres podemos discutir esto toda la vida. Hay toda una vida juntos por delante. Mejor dicho, hay dos vidas: la tuya y la mía. Déjame terminar primero la historia de cómo te bauticé.

Era el verano de hace ocho años. Entraba yo en la pubertad y empecé a notar más a las mujeres de mi edad. En mi católico colegio no había niñas y no era lugar para que uno pudiese deleitarse la pupila. La falta de permisos para salir a la calle por las reglas de mi padre limitaba a mis hormonas. Aún no había Internet en casa como para observar artistas a través de un monitor. Por eso, cada temporada que veníamos al pueblo, me emocionaba por observar a las niñas de carne y hueso que iban a la iglesia.

Te voy a ser sincero, nada más no te molestes. La primera vez que te vi, creí que eras una de las niñas más guapas del pueblo. Pero realmente, la que más me gustaba era la chica de la pastelería que se encuentra en una bajada. ¡Ya lo sé! Disculpa mi explicación. Fue sumamente mala. Tienes razón en que todo el pueblo está lleno de subidas y bajadas. Es la hija del pastelero que hace el único pastel decente. Sí, exactamente: la rubia. ¡Pues qué te digo! Era la única rubia y siempre me han llamado la atención este tipo de niñas. No, no me importaba que fuera mayor que yo.

No lo has tomado tan mal. Te diré algo, sólo déjame terminar y no me hagas muecas antes, como lo has hecho ahora. No. Mejor hazlas. Te ves hermosa cuando modificas un poco tu cara. No, no. Quiero decir que te ves hermosa en todo momento, pero haciendo esas muecas te ves como chistosa. Me produces como ternura. Continuaré, pero… bueno… haz los gestos que quieras. También me gustaban la niña del restaurante y una que cantaba en el coro. Esas sí eran de nuestra edad. Pero… a lo que quiero llegar, aunque me veas con esa mirada de enojo o desprecio, es que el tiempo terminó por hacerte la mujer más hermosa del pueblo y de la ciudad. O al menos lo creo así. En serio. Te juro que soy sincero en eso y por eso hablo contigo de esto y no con las demás.

Pues sí. También las bauticé a ellas en su momento, pero creo que erré en los nombres que les puse. No. No te los diré. ¿Para qué? El importante es el tuyo. Mira: pensé en tu tez morena, tu cabello oscuro, tus ojos grandes, tu esbelta figura. Es en serio. No te estoy adulando. Bueno, sí lo hago pero no es una adulación vacía. No. No pienses mal. No quiero acostarme contigo… Bueno, quizás hasta que nos casemos, o al menos hasta que estemos prontos a ese momento. ¡Bah! Otra vez te enojas sin dejarme terminar.

Ya. No moveré mi mano de tu boca hasta que no termine. Así no me interrumpirás. Te nombré Lidia. Significa “nacida en este lugar”, en griego. ¿Por qué te llame así? Pues porque me recuerdas a todo el pueblo donde nació mi madre. Tienes la fisonomía autóctona más hermosa que hay por aquí. Volveré a mi explicación sobre tu belleza. Tu tez es morena, tus ojos grandes y oscuros, tu figura no sólo es esbelta, sino refleja perfección de mujer. En general eres como la mayoría de la gente de este lugar. Lo único que me hizo dudar sobre si ese era tu nombre correcto es tu sonrisa.

Has hallado cómo hablar con una mano en la boca. Responderé a tu pregunta. Tu sonrisa brilla, a pesar de que la buena dentadura no se encuentra en todas las personas de aquí. Pero… después lo pensé bien y me di cuenta que aquí todo parece tener un orden, pero al final hay algo que lo revuelve. Ve el palacio municipal: lleno de orgullo revolucionario, pero con arquitectura colonial. Ve la calle hacia el otro pueblo, llena de matas de café, pero al camino todos le dicen campo aéreo. No sé si me di a entender. Creo que no, ¿verdad? Ya te di el origen de tu nombre, ahora vayámonos, que nos queda poco para que… para que… ya no sé qué decirte. Terminé lo que soñaba decirte. Ahora sí, quiero escucharte. Venga. Vamos. No te quedes callada. Quité mi mano de tu boca y quiero escuchar la voz que siempre me imaginé. Anda. Habla por favor.

No hablas. Olvidé nuevamente que nunca lo harás. O al menos, no hasta que abandone mi cobardía y te diga esto, en lugar de hablar conmigo mismo.

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