lunes, 7 de diciembre de 2009

Conciertos de discapacitados

La única vez que escuché un concierto de música clásica en el palacio de Bellas Artes aún estaba borracho. La noche - madrugada anterior fue de fiesta hasta las 6 de la mañana, seis horas antes del concierto. Ese día del señor iba con mi entonces novia a escuchar a la Orquesta Sinfónica Nacional.

En el auditorio de Bellas Artes no apagan las luces, por lo que el público puede verse entre sí durante todo el espectáculo. Una bendición si uno quiere ligar o ver a los demás. La mayor desgracia si uno tiene sueño. Si bien el tequila y bacardí disfrazaron el sonido, de no haber ido borracho me habría costado el mismo trabajo apreciar qué tan bien o mal ejecutadas fueron las piezas.

Como espectador ignorante no me queda más que admitir que escuché una gran ejecución. Nadie refuta la grandeza de la música de Bach, Mozart o Beethoven ni el profesionalismo de la Orquesta Sinfónica Nacional,

La música clásica entre ignorantes se parece al cuento infantil en que a un rey le venden una tela inexistente que sólo pueden apreciar los más sabios. En lugar de exigir a los vendedores charlatanes la devolución de su dinero, el rey duda de su sabiduría. Para no sufrir vergüenzas, simula distinguir la tela invisible. Se crea un efecto dominó, en el cual los cortesanos y ayudantes también dicen verla. Durante el desfile en que el rey presentaría su nuevo atuendo, los súbditos simulan ver el ropaje. Un niño al que no le importa que piensen que es tonto grita: el rey está desnudo.

Al igual que nadie cuestiona la Orquesta Sinfónica en Bellas Artes, muchos opinan que el Quijote es el mejor libro de todos los tiempos. No importa que el 90% de los que saben leer ni siquiera ha abierto el libro. Al parecer nos gusta hacernos los interesantes. Una vez traté de leer El Quijote. No lo terminé y no creo volver a empezarlo. Durante la secundaria el profesor de Literatura sabía de lo inútil que era obligarnos a leerlo y nos dio una serie de cómics con la historia ilustrada. Ahí aprendí sobre la historia de los molinos, Dulcinea y Sancho.

Sin embargo, la elección de las mejores obras no debe ser democrática. En la mayoría de las profesiones existen dos caminos, uno sumamente complicado e irrepetible y otro mucho más sencillo. Lo sencillo es siempre más fácil de apreciar, pues no requiere de conocimientos previos ni reflexiones milenarias. Basta el aprendizaje en veinte o treinta años de vida, no el conocimiento agregado de prueba y error de miles de años. Si democratizáramos la mejor obra en idioma español ganaría Condorito por tener dibujitos y menos reflexión que Mafalda.

En una sociedad donde en teoría la mayoría nacen iguales, aún ha sido complicada la democratización de la música y literatura clásica. ¿Le interesará a tan poca gente, no tienen herramientas para evaluarla o se habrán convertido en ropa invisible sólo apreciada por sabios? ¿Existirá realmente la ropa?

Con motivo de mi cumpleaños un viernes por la noche fuimos a escuchar a la Orquesta de Santiago. El lugar se encontraba semi lleno e increíblemente había muchos jóvenes. La presencia no era sólo por un refinado gusto de la sociedad chilena, sino porque hay precios populares para menores de 28 años. Nuestros lugares eran alejados pero en el centro y costaron como 2 Big Macs. Si hubiéramos comprado el lugar más barato, habría sido más caro comer una Big Mac que ir al concierto.

La música clásica parecería de nerds. Si bien algunos jóvenes iban solos, muchos iban con sus parejas. Nunca había pensado en lo romántica que puede ser una cita escuchando a Beethoven. No sé si mi carencia de gusto por la música clásica venga de la falta de opciones durante mi adolescencia. No recuerdo haber encontrado nunca un concierto de música clásica en mi ciudad natal y mucho menos a precios populares. Haber cortejado a alguien en un concierto de música clásica sería un recuerdo más bonito que una tarde de cine o boliche en Angelópolis o La Noria.

En Bellas Artes, el primer concertista tocaba un violín Stradivarius (unos violines como del siglo XV de los que sólo hay como diez en el mundo) que se había ganado en un concurso. Tenía como 24 años, se veía acongojado y sumamente tímido. Sin embargo, en cuanto tocaba el violín, su postura y condición cambiaban. Parecía que sus dedos no tocaban las cuerdas de un instrumento musical, sino los nervios más sensibles de la mujer más bella.

En el Teatro Municipal de Santiago, la concertista de Santiago era una pianista regordeta que no despertaba ninguna sensualidad en sí misma. Cuando empezó su pieza parecía que el cuerpo le había cambiado. No pude aplaudir como en un Table Dance, pero su movimiento lo merecía más que la mejor bailarina. Desde una grada lejana se veía algo guapa, aunque quizás esté exagerando.

Ambos concertistas guardaban una característica en común: tenían alguna característica física que seguramente les acarreó muchas bromas de niños. El violinista tenía el rostro desfigurado, mientras la pianista una malformación en la pierna. La música clásica fue su válvula de escape para una sociedad que se iba a burlar de ellos.

El día que compramos los boletos para el concierto de música clásica nos pasó algo curioso. Un señor en su silla de ruedas iba delante de nosotros. Los perdimos unas tres o cuatro cuadras adelante y caminamos unas veinte cuadras por el centro de Santiago hasta llegar a la taquilla. Después de comprar los boletos, el señor en silla de ruedas estaba en la misma cuadra que nosotros. La ciudad le daba la oportunidad de moverse y ejercer sus derechos como cualquier otra persona.

Nunca he visto a una persona sola en silla de ruedas en la Ciudad de México y menos en Puebla. Las banquetas son un impedimento físico para que las personas con discapacidad se integren a la vida de la sociedad. El señor que nos escoltó al Teatro municipal estaría encerrado en un cuarto del DF de haber sido mexicano, esperanzado de que algún familiar lo alimentara.

El apoyo a las personas con discapacidad no debe ser una obra caritativa, sino darles el derecho a ser productivo. Sin embargo, en México seguimos enfrascados en la caridad del Teletón y las lágrimas de Lucero porque un niño sufrió mucho.Nadie cuestiona el valor del Teletón por su pésimo enfoque. Algunos se quejan de la insensibilidad de que algunos no donen mientras otros no dan dinero porque lo hace un emporio televisivo, como si el hecho de que mañana lo hiciera un grupo religioso o anárquico estuviera bien.

Decir que el teletón no es más que una limosna es como decir que el Quijote apesta o la música clásica suena feo. Ojalá que algún día un niño grite denuncie algo parecido a que el rey está desnudo

1 comentario:

Unknown dijo...

Muy interesante como antepones la visión tradicional de descrédito al Teletón con una simple pregunta: si lo hace alguien más ¿está bien? Interesantísimo también como planteas el dilema de la cultura como un bien inalcanzable para las masas.

Como siempre, un gran artículo.

Un fuerte abrazo