lunes, 24 de agosto de 2009

Buena vida de perro

Nunca me han gustado las mascotas. En el jardín en la casa donde crecí de niño nunca vivieron animales por mucho tiempo, a excepción de los gusanos y unos gatos que nos visitaban ocasionalmente. Sin embargo un día los gatos se fueron y nunca regresaron.

El único perro que me compraron mis papás era un dálmata. Con tres años de edad, lo que más ansía un niño que tiene para comer y vestir después de ver una película de Disney, es algo que lo haga sentirse parte de la magia de la pantalla. Conseguir un venado, un elefante o un zorro era demasiado irreal. Me quedé con las ganas de sentirme en Bambi, Dumbo o Robin Hood, pero por un tiempo pude estar en la Noche de las narices frías.

El perro se quedó tan poco tiempo que no hubo ocasión de bautizarlo. Al día siguiente de su llegada, salí al jardín para jugar con mi nueva mascota. El animal no era un cachorro y tenía una personalidad atrabancada. Yo no medía más de metro y medio y ni siquiera podía amarrarme las agujetas. En la primera convivencia el perro me tiró al pasto y comenzó a jugar conmigo, en lugar de que yo jugara con él. Regresé llorando y corriendo al interior de la casa. Mi mamá no toleró que su hijo tuviera miedo de salir al jardín y al día siguiente, abrió la puerta de la reja y dejó al perro en libertad. Quizás mi poca empatía con los animales se deba a que soy un huraño, pero siempre la explico a partir de ese hecho.

En Santiago la gente es distinta. Acá los seres humanos y los perros conviven mejor que judíos y palestinos en Israel, liberales y conservadores durante el siglo XIX o miembros del Opus Dei y Amloistas en México. Mutuamente los humanos y los perros coexisten en el mismo ambiente, se respetan, se hacen compañía y se cuidan, contrario a nuestra actitud con alguien que piensa distinto que nosotros.

Con todo este amor canino, uno esperaría que todos los perros tuvieran un dueño. Sin embargo, en todo recorrido siempre aparece un perro callejero. Cuando uno de estos animales sin hogar te ve, se levanta y te acompaña escoltándote durante unas cuadras. No te salta, no te ladra, simplemente va junto a ti. Nunca les he dado alimento, pero sospecho que los perros, como los guardias de seguridad, te acompañan a cambio de un pago.

Si mañana se inventara un indicador de bienestar para perros callejeros debería centrarse en su gordura. Por eso Santiago es una ciudad próspera para estos animales. Aún no me he encontrado con algún perro flaco. Todos los perros callejeros están gordos o en el peor de los casos, mamados de tanto ejercitarse.

No todos los perros te acompañan en el camino. Otros prefieren dedicar sus energías al descanso. Los animales duermen en cualquier lugar para tomar el sol, sin importar si es un parque, la entrada de una casa o a la mitad de la banqueta. Duermen plácidamente y la gente no los perturba. He visto señoras que hacen peripecias para evitar que sus niños pisen a algún perro durmiente. El Cerro de Santa Lucía es una pequeña montaña a la mitad de la ciudad y para llegar a la cima debe tomarse un teleférico o caminar unos 15 kilómetros de subida. No es un gran reto, pero si fuera perro preferiría quedarme abajo. En la cima de la montaña también me encontré a un can tomando su siesta. Los únicos lugares sin perros durmiendo son las avenidas. El camino que es monopolio de los autos excluye también a los perros. Menos mal, de otra forma, me habría parecido un verdadero exceso.

Isabel Allende escribía que los chilenos no sólo aman y cuidan a los perros callejeros, sino que también los adoptan. Decía que no ha conocido un chileno que haya comprado a su mascota y que los perros de sus amistades fueron callejeros hasta que acompañaron a sus hoy dueños en algún trayecto. Sin embargo, o las calles son muy amables o los perros muy malagradecidos, pues casi siempre terminan por regresar a la calle y un buen día, así como los llevaron a su casa, así desaparecen. No tiene caso vivir en una casa recibiendo alimento, si la Ciudad y todos sus parques pueden ser tu casa. De cualquier forma, también ahí recibirás alimento.

Creo que al final del día el dálmata que me compraron mis papás fue encontrado por otra familia. Ojalá ahora se encuentre gordo y duerma plácidamente en algún lugar tomando el sol. Ojalá tenga la misma calidad de vida que cualquier perro chileno.


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